… y mi cuerpo a la tierra de donde fue formado» Por Juan Cánovas Mulero
El cementerio, reposo para los restos mortales. Expresiones como la que encabeza esta aportación, «… y mi cuerpo a la tierra de donde fue formado», constituyeron el sentir de nuestros mayores, sus profundas convicciones, a la vez que encierra la evidencia de una verdad, la aceptación de la fragilidad y limitación del ser humano, la caducidad de sus días. En las últimas décadas, en nuestra realidad cultural se ha ido generalizando la incineración del cuerpo tras la muerte, sustituyendo a las tradicionales inhumaciones.
Sin embargo, durante siglos, ser sepultado en terreno sagrado fue la aspiración de la mayoría de nuestros antepasados, un anhelo que se dejaba notoriamente definido en los testamentos que, como documentos de últimas voluntades, precisaban, tras haber encomendado el alma a la misericordia de «Dios, nuestro señor, que la redimió con su preciosa sangre, muerte y pasión», la firmeza de que el cadáver fuese depositado en lugares de esa naturaleza: templos, ermitas, cementerios… Ese empeño estaba condicionado, como suele ocurrir con frecuencia, por la capacidad económica del difunto y su familia.
Cuando los recursos monetarios no permitían inversiones de ese volumen, los menos afortunados confiaban en que la caridad pública se hiciese cargo de dar sepultura a sus cuerpos, pues un principio arraigado era y sigue siendo, «enterrar a los muertos», cuando esta práctica brota del corazón mismo de las obras de misericordia corporales, proclamada por la Iglesia, además de ser principal razón sanitaria.
El cementerio Nuestra Señora del Carmen, un proyecto de Justo Millán planteado como un ámbito para «el poético descanso». En este sentido la configuración del actual cementerio, que se bendecía el 15 de septiembre de 1884, practicando en él enterramientos a partir del 1 de marzo de 1885, se denominó inicialmente de la «Santísima Trinidad y Nuestra Señora del Carmen». Esta infraestructura de titularidad y administración del Ayuntamiento, considerándose en su momento «puramente católico», se ponía, «en cuanto afecte a su carácter religioso y sagrado, bajo la vigilancia y dirección de la autoridad eclesiástica, representada por el capellán». En ese tiempo, para inhumar a «los que fallecían fuera del gremio de la Iglesia Católica» se habilitaba una pequeña parcela, situada entre el cerramiento y la sala de autopsias. Frente a él, en simetría con el anterior, junto a la vivienda del sepulturero, se acomodaba un área dedicada «a enterrar a los niños que fallezcan sin autizar».
Con estas premisas, pero, sobre todo, en consonancia con los términos, planteamientos y sensibilidad que presidió el diseño de la necrópolis, composición del arquitecto diocesano Justo Millán Espinosa, se alinearon en ella entornos que invitan a la meditación, a la espiritualidad, al aislamiento… aspectos todos ellos en los que se manifiesta el sentimiento romántico que impera en el proyecto y que impulsó la producción de Millán Espinosa, pues su concepto de este tipo de recintos huye de lo macabro, de lo tenebroso, de lo fúnebre, apostando por aquello que despierta el ensueño, el retiro y proporciona la serenidad del alma.
El cementerio Nuestra Señora del Carmen y su patrimonio cultural. La parte más antigua del enclave conserva una áurea que, envuelta en melancolía, remite a un modelo estético propio del Romanticismo. En ese conjunto es posible disfrutar de sus construcciones, pero también de esmerados trabajos de lápidas, de tallas en mármol, de rejerías, de forma y símbolos plenos de belleza.
Pero, además, se ofrece la posibilidad, siguiendo el testimonio de muchos de los allí sepultados, de adentrarse en principales aspectos de la cultura, la política, la religión, la milicia… Acercarse al protagonismo de hombres y mujeres de nuestra tierra, que fueron capaces de aportar lo mejor de sí en favor de tan primordiales facetas, es un fecundo ejercicio de encuentro con argumentos de calidez, trayectorias de hondura y claridad, desde los que poder comprender, desentrañar, querer, cuestionar… el legado que emana de los anales de la historia de Totana, de las luces y sombras que han forjado nuestro presente.
La Gloria, un recinto de ternura para acoger la fragilidad de los infantes, que reclama protección. Un espacio emblemático de la necrópolis de Nuestra Señora del Carmen se conforma en torno a las escasas sepulturas que quedan de lo que fue «La Gloria», perímetro en el que se situaban las tumbas de los más pequeños, de aquellos que morían en las primeras etapas de la vida.
Este drama acompañó en los siglos pasados a un importante número de familias que veían fallecer a sus hijos, cuando apenas habían asomado a la existencia. Malformaciones durante el embarazo, falta de peso o complexión, unidos a las infecciones propias de esa etapa de indefensión: intestinales, respiratorias… como también durante el periodo de dentición, llevaron a un elevado número al sepulcro.
Este sector requiere de una pronta y minuciosa intervención que mantenga para la posteridad la trascendencia de esta variedad de enterramiento. Son ya pocos los ejemplos que perduran de este prototipo. Algunos de ellos muy deteriorados.
El ciprés, el milenario árbol del misterio. Millán Espinosa entendía que una de las esencias que debían de formar parte del cementerio era la vegetación, por lo que consideró el arbolado como fundamento de identidad, contribuyendo a la creación de un encuadre de misterio, pero, sobre todo, de placidez. Desde esta perspectiva, siguiendo sus indicaciones y en relación al carácter simbólico del ciprés, son varios los paseos que, en la zona más antigua del cementerio de Totana, adornan sus calles.
La tradición, arraigada ya en el mundo antiguo, asoció este árbol con parajes para la quietud, en otras culturas, con la hospitalidad. Diferentes versiones expresión de unidad entre el Cielo y la Tierra, por su esbeltez, longevidad y verdor permanente, lo precisan como alegoría de la vida eterna. Pero, además, sus penetrantes raíces no perjudican los muros, otorgándole rectitud y nobleza. De alguna manera esta enseña acopia la preeminencia de lo espiritual. Este elemento referencial alcanza su cumbre en la obra de Gaudí, en donde el remate de la fachada de la Natividad congrega el ciprés y la blanca paloma, signos de la inmortalidad que ambiciona el alma.
Juan Cánovas Mulero.